Realeza de Cristo. "Tú lo dices: Soy Rey"

En aquel tiempo preguntó Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» Pilato le respondió: «¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?» Jesús le contestó: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis seguidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de aquí». Pilato le dijo: Conque ¿tú eres rey? Jesús le contestó:«Tú lo dices: soy Rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». Juan 18, 33-37

Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con él y participar en su misión (cf. Mc 3, 13-19); les hizo partícipes de su autoridad "y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar" (Lc 9, 2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia:

Yo, por mi parte, dispongo el Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Lc 22, 29-30) [nro 551, Catecismo de la Iglesia Católica]

03 octubre, 2009

Constitución Dogmática "LUMEN GENTIUM" Sobre la Iglesia

[Extractos]

5. EL REINO DE DIOS 


El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios prometido muchos siglos antes en las Escrituraas: "Porque el tiempo se cumplió y se acercó el Reino de Dios" (Mc., 1, 15; cf. Mt., 4, 17). Ahora bien: este Reino brilla delante de los hombres por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (Mc., 4, 14); quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc., 12, 32) de Cristo, recibieron el Reino: la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc., 4, 26-29). Los milagros, por su parte, prueban que el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el poder de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc., 11, 20; cf. Mt., 12, 28). Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Hijo del Hombre, que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10, 45).

Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los hombres, apareció constituido como Señor, como Cristo y como Sacerdote para siempre (cf. Hech., 2, 36; Heb., 5, 6; 7, 17-21), y derramó en sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hech., 2, 33). Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella, en tanto, mientras va creciendo poco a poco anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.
 
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13. UNIVERSALIDAD Y CATOLICIDAD DEL UNICO PUEBLO DE DIOS

Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo cual este pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos, para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola naturaleza humana, y determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (cf. Jn., 11, 52). Para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal (cf. Heb., 1, 2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes principio de unión y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech., 2, 42, gr.).

Así, pues, entre todas las gentes de la tierra está el Pueblo de Dios, porque de todas recibe los ciudadanos de su Reino, no terreno, sino celestial. Pues todos los fieles esparcidos por el haz de la tierra están en comunión con los demás en el Espíritu Santo, y así "el que habita en Roma sabe que los indios son también sus miembros"[23]. Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18, 36), la Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario fomenta y recoge todas las cualidades, riquezas y costumbres de los pueblos en cuanto son buenas, y recogiéndolas, las purifica, las fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe recoger juntamente con aquel Rey a quien fueron dadas en heredad todas las naciones y a cuya ciudad llevan dones y ofrendas [c. Salm., 71 (72), 10; Is., 60, 4-7; Apoc., 21, 24]. Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus bienes bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu[24].

En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones a las otras y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos, sino que en sí mismo está integrado por diversos elementos. Porque hay diversidad entre sus miembros, ya según las funciones, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, ya según la condición y ordenación de vida, pues otros muchos en el estado religioso, tendiendo a la santidad por el camino más estrecho, estimulan con su ejemplo a los hermanos. Así también, en la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de la caridad[25], defiende las legítimas diferencias, y al mismo tiempo procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino incluso cooperen a ella. De aquí dimanan finalmente entre las diversas partes de la Iglesia los vínculos de íntima comunión de bienes espirituales, de operarios apostólicos y de recursos económicos. En efecto, los miembros del Pueblo de Dios son llamados a la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden aplicarse estas palabras del apóstol: "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe., 4, 10).

Todos los hombres son admitidos a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal, y a ella pertenecen de varios modos o se destinan tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.
 
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52. LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA EN EL MISTERIO DE CRISTO

El benignísimo y sapientísimo Dios, queriendo llevar a término la redención del mundo, "cuando llegó el fin de los tiempos, envió a su Hijo hecho de Mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos" (Gál., 4, 4-5). "El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen"[172]. Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo"[173].

53. LA BIENAVENTURADA VIRGEN Y LA IGLESIA


En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y trajo la Vida al mundo, es reconocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede, con mucho, a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que necesitan ser salvados; más aún: es verdaderamente madre de los miembros (de Cristo)... por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza"[174]. Por eso también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo eminentísimos en la fe y caridad y a quien la Iglesia Católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.
 
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V. MARIA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 Pe., 3, 10), brilla ante el pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo.

69. Ofrece gran gozo y consuelo a este Sacrosanto Sínodo el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales, que van a una con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios[195]. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella, que estuvo presente a las primeras oraciones de la Iglesia, ensalzada ahora en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda también ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre cristiano, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad.

Todas y cada una de las cosas establecidas en esta Constitución dogmática fueron del agrado de los Padres. Y Nos, con la potestad Apostólica conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean promulgados para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, día 21 de Noviembre de 1964.
Yo PAULO, Obispo de la Iglesia Católica
Siguen las firmas de los Padres
Extractos Lumen Gentium