Realeza de Cristo. "Tú lo dices: Soy Rey"

En aquel tiempo preguntó Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» Pilato le respondió: «¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?» Jesús le contestó: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis seguidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de aquí». Pilato le dijo: Conque ¿tú eres rey? Jesús le contestó:«Tú lo dices: soy Rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». Juan 18, 33-37

Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con él y participar en su misión (cf. Mc 3, 13-19); les hizo partícipes de su autoridad "y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar" (Lc 9, 2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia:

Yo, por mi parte, dispongo el Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Lc 22, 29-30) [nro 551, Catecismo de la Iglesia Católica]

26 diciembre, 2009

La gloria de la Trinidad en la creación, Papa Juan Pablo II

La gloria de la Trinidad en la creación
Su Santidad Juan Pablo II
Enero 28, 2000


1. "¡Qué amables son todas sus obras! y eso que es sólo una chispa lo que de ellas podemos conocer. (...) Nada ha hecho incompleto. (...) ¿Quién se saciará de contemplar su gloria? Mucho más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: "Él lo es todo". ¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Él es mucho más grande que todas sus obras!" (Si 42, 22. 24-25; 43, 27-28).

Con estas palabras, llenas de estupor, un sabio bíblico, el Sirácida, expresaba su admiración ante el esplendor de la creación, alabando a Dios. Es un pequeño retazo del hilo de contemplación y meditación que recorre todas las sagradas Escrituras, desde las primeras líneas del Génesis, cuando en el silencio de la nada surgen las criaturas, convocadas por la Palabra eficaz del Creador.

"Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz" (Gn 1, 3). Ya en esta parte del primer relato de la creación se ve en acción la Palabra de Dios, de la que san Juan dirá: "En el principio existía la Palabra (...) y la Palabra era Dios. (...) Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1, 1. 3). San Pablo reafirmará en el himno de la carta a los Colosenses que "en él (Cristo) fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles: los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades. Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16-17). Pero en el instante inicial de la creación se vislumbra también al Espíritu: "el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2). Podemos decir, con la tradición cristiana, que la gloria de la Trinidad resplandece en la creación.

2. En efecto, a la luz de la Revelación, es posible ver cómo el acto creativo es apropiado ante todo al "Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación" (St 1, 17). Él resplandece sobre todo el horizonte, como canta el Salmista: "¡Oh Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Tú ensalzaste tu majestad sobre los cielos" (Sal 8, 2). Dios "afianzó el orbe, y no se moverá" (Sal 96, 10) y frente a la nada, representada simbólicamente por las aguas caóticas que elevan su voz, el Creador se yergue dando consistencia y seguridad: "Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor; pero más que la voz de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor" (Sal 93, 3-4).


3. En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que irrumpe y actúa: "La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos (...). Él lo dijo, y existió; él lo mandó, y surgió" (Sal 33, 6. 9); "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra corre veloz" (Sal 147, 15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina, personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8, 22-31). Ya hemos dicho que san Juan y san Pablo verán en la Palabra y en la Sabiduría de Dios el anuncio de la acción de Cristo: "del cual proceden todas las cosas y para el cual somos" (1 Co 8, 6), porque "por él hizo (Dios) también el mundo" (Hb 1, 2).

4. Por último, otras veces, la Escritura subraya el papel del Espíritu de Dios en el acto creador: "Envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra" (Sal 104, 30). El mismo Espíritu es representado simbólicamente por el soplo de la boca de Dios, que da vida y conciencia al hombre (cf. Gn 2, 7) y le devuelve la vida en la resurrección, como anuncia el profeta Ezequiel en una página sugestiva, donde el Espíritu actúa para hacer revivir huesos ya secos (cf. Ez 37, 1-14). Ese mismo soplo domina las aguas del mar en el éxodo de Israel de Egipto (cf. Ex 15, 8. 10). También el Espíritu regenera a la criatura humana, como dirá Jesús en el diálogo nocturno con Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu" (Jn 3, 5-6).

5. Pues bien, frente a la gloria de la Trinidad en la creación el hombre debe contemplar, cantar, volver a sentir asombro. En la sociedad contemporánea la gente se hace árida "no por falta de maravillas, sino por falta de maravilla" (G.K. Chesterton). Para el creyente contemplar lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa, como nos sugiere el "Salmo del sol": "El cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje" (Sal 19, 2-5).

Por consiguiente, la naturaleza se transforma en un evangelio que nos habla de Dios: "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5). San Pablo nos enseña que "lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad" (Rm 1, 20). Pero esta capacidad de contemplación y conocimiento, este descubrimiento de una presencia trascendente en lo creado, nos debe llevar también a redescubrir nuestra fraternidad con la tierra, a la que estamos vinculados desde nuestra misma creación (cf. Gn 2, 7). Esta era precisamente la meta que el Antiguo Testamento recomendaba para el jubileo judío, cuando la tierra descansaba y el hombre cogía lo que de forma espontánea le ofrecía el campo (cf. Lv 25, 11-12). Si la naturaleza no es violentada y humillada, vuelve a ser hermana del hombre.

(©L'Osservatore Romano - 28 de enero de 2000)

11 diciembre, 2009

La angustia de Cristo ante la muerte, Santo Tomás Moro

La angustia de Cristo ante la muerte, Por Santo Tomás Moro
Editorial Rialp, 1989, pp. 12-22.

"Y dijo a los discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago oración. Y llevándose consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo entonces: Mi alma está triste hasta la muerte. Aguardad aquí y velad conmigo" (11). Después de mandar a los otros ocho Apóstoles que se quedaran sentados en un lugar, El siguió más allá, llevando consigo a Pedro, a Juan y a su hermano Santiago, a los que siempre distinguió del resto por una mayor intimidad. Aunque no hubiera tenido otro motivo para hacerlo que el haberlo querido así, nadie tendría razón para la envidia por causa de su bondad. Pero tenía motivos para comportarse de esta manera, y los debió de tener presentes. Destacaba Pedro por el celo de su fe, y Juan por su virginidad, y el hermano de éste, Santiago, sería el primero entre ellos en padecer martirio por el nombre de Cristo. Estos eran, además, los tres Apóstoles a los que se les había concedido contemplar su cuerpo glorioso. Era, por tanto, razonable que estuvieran muy próximos a El, en la agonía previa a su Pasión, los mismos que habían sido admitidos a tan maravillosa visión, y a quienes El había recreado con un destello de la claridad eterna porque convenía que fueran fuertes y firmes.

Avanzó Cristo unos pasos y, de repente, sintió en su cuerpo un ataque tan amargo y agudo de tristeza y de dolor, de miedo y pesadumbre, que, aunque estuvieran otros junto a El, le llevó a exclamar inmediatamente palabras que indican bien la angustia que oprimía su corazón: "Triste está mi alma hasta la muerte." Una mole abrumadora de pesares empezó a ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la prueba era ahora ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre El: el infiel y alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas, las calumnias, las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los golpes, los clavos y la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas. Sobre todo esto le abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, la perdición de los judíos, e incluso el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Anadea además el inefable dolor de su Madre queridísima. Pesares y sufrimientos se revolvían como un torbellino tempestuoso en su corazón amabilísimo y lo inundaban como las aguas del océano rompen sin piedad a través de los diques destrozados.

Alguno podrá quizás asombrarse, y se preguntará cómo es posible que nuestro salvador Jesucristo, siendo verdaderamente Dios, igual a su Padre Todopoderoso, sintiera tristeza, dolor y pesadumbre. No hubiera podido padecer todo esto si siendo como era Dios, lo hubiera sido de tal manera que no fuese al mismo tiempo hombre verdadero. Ahora bien, como no era menos verdadero hombre que era verdaderamente Dios, no veo razón para sorprendernos de que, al ser hombre de verdad, participara de los afectos y pasiones naturales de los hombres (afectos y pasiones, por supuesto, ausentes en todo de mal o de culpa). De igual modo, por ser Dios, hacía portentosos milagros. Si nos asombra que Cristo sintiera miedo, cansancio y pena, dado que era Dios, ¿por qué no nos sorprende tanto el que sintiera hambre, sed y sueño? ¿No era menos verdadero Dios por todo esto?

Tal vez, se podría objetar: "Está bien. Ya no me causa extrañeza que experimentara esas emociones y
estados de ánimo, pero no puedo explicarme el que deseara tenerlas de hecho. Porque El mismo enseñó a los discípulos a no tener miedo a aquellos que pueden matar el cuerpo y ya no pueden hacer nada más. ¿Cómo es posible que ahora tenga tanto miedo de esos hombres y, especialmente, si se tiene en cuenta que nada sufriría su cuerpo si El no lo permitiera? Consta, además, que sus mártires corrían hacia la muerte prestos y alegres, mostrándose superiores a tiranos y torturadores, y casi insultándoles. Si esto fue así con los mártires de Cristo, ¿cómo no ha de parecer extraño que el mismo Cristo se llenara de terror y pavor, y se entristeciera a medida que se acercaba -el sufrimiento? ¿No es acaso Cristo el primero y el modelo ejemplar de los mártires todos? Ya que tanto le gustaba primero hacer y luego enseñar, hubiera sido más lógico haber asentado en esos momentos un buen ejemplo para que otros aprendieran de El a sufrir gustosos la muerte por causa de la verdad. Y también para que los que más tarde morirían por la fe con duda y miedo no excusaran su cobardía imaginando que siguen a Cristo, cuando en realidad su reluctancia puede descorazonar a otros que vean su temor y tristeza, rebajando así la gloria de su causa."

Estos y otros que tales objeciones ponen no aciertan a ver todos los aspectos de la cuestión, ni se dan cuenta de lo que Cristo quería decir al prohibir a sus discípulos que tuvieran miedo a la muerte. No quiso que sus discípulos no rechazaran nunca la muerte, sino, más bien, que nunca huyeran por miedo de aquella muerte "temporal", que no durará mucho, para ir a caer, al renegar de la fe, en la muerte eterna. Quería que los cristianos fuesen soldados fuertes y prudentes, no tontos e insensatos. El hombre fuerte aguanta y resiste los golpes, el insensato ni los siente siquiera. Sólo un loco no teme las heridas, mientras que el prudente no permite que el miedo al sufrimiento le separe jamás de una conducta noble y santa. Sería escapar de unos dolores de poca monta para ir a caer en otros mucho más dolorosos y amargos.

Cuando un módico se ve obligado a amputar un miembro o cauterizar una parte del cuerpo, anima al enfermo a que soporte el dolor, pero nunca intenta persuadirle de que no sentirá ninguna angustia y miedo ante el dolor que el corte o la quemadura causen. Admite que será penoso, pero sabe bien que el dolor será superado por el gozo de recuperar la salud y evitar dolores más atroces.

Aunque Cristo nuestro Salvador nos manda tolerar la muerte, si no puede ser evitada, antes que separarnos de El por miedo a la muerte (y esto ocurre cuando negamos públicamente nuestra fe), sin embargo, está tan lejos de mandarnos hacer violencia a nuestra naturaleza (como sería el caso si no hubiéramos de temer en absoluto la muerte), que incluso nos deja la libertad de escapar si es posible del suplicio, siempre que esto no repercuta en daño de su causa. "Si os persiguen en una ciudad -dice-, huid a otra(12). Esta indulgencia y cauto consejo de prudente maestro fue seguido por los Apóstoles y por casi todos los grandes mártires en los siglos posteriores. Es difícil encontrar uno que no usara este permiso en un momento u otro para salvar la vida y prolongarla, con gran provecho para sí y para otros muchos, hasta que se aproximara el tiempo oportuno según la oculta providencia de Dios. Hay también valerosos campeones que tomaron la iniciativa profesando públicamente su fe cristiana aunque nadie se lo exigiera; e incluso llegaron a exponerse y ofrecerse a morir aunque tampoco nadie les forzara. Así lo quiere Dios que aumenta su gloria, unas veces, ocultando las riquezas de la fe para que quienes traman contra los creyentes piquen el anzuelo; y otras, haciendo ostentación de esos tesoros de tal modo que sus crueles perseguidores se irriten y exasperen al ver sus esperanzas frustradas, y comprueben corí rabia que toda su ferocidad es incapaz de superar y vencer a quienes gustosamente avanzan hacia el martirio.

Sin embargo, Dios misericordioso no nos manda trepar a tan empinada y ardua cumbre de la fortaleza; así que nadie debe apresurarse precipitadamente hasta tal punto que no pueda volver sobre sus pasos poco a poco, poniéndose en peligro de estrellarse de cabeza en el abismo si no puede alcanzar la cumbre. Quienes son llamados por Dios para esto, que luchen por conseguir lo que Dios quiere y reinarán vencedores. Mantiene ocultos los tiempos y las causas de las cosas, y cuando llega el momento oportuno saca a la luz el arcano tesoro de su sabiduría que penetra todo con fortaleza y dispone todo con suavidad. Por consiguiente, si alguien es llevado hasta aquel punto en que debe tomar una decisión entre sufrir tormento o renegar de Dios, no ha de dudar que está en medio de esa angustia porque Dios lo quiere. Tiene de este modo el motivo más grande para esperar de Dios lo mejor: o bien Dios le librará de este combate, o bien le ayudará en la lucha, y le hará vencer para coronarlo como triunfador. Porque "fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma prueba os hará sacar provecho para que podáis sosteneros" (13).

Si enfrentado en lucha cuerpo a cuerpo con el diablo, príncipe de este mundo, y con sus secuaces, no hay modo posible de escapar sin ofender a Dios, tal hombre -.en mi opinión- debe desechar todo miedo; yo le mandaría descansar tranquilo lleno de esperanza y de confianza, "porque disminuirá la fortaleza de quien desconfíe en el día de la tribulación" (14). Pero el miedo y la ansiedad antes del combate no son reprensibles, en la medida en que la razón no deje de luchar en su contra, y la lucha en sí misma no sea criminal ni pecaminosa. No sólo no es el miedo reprensible, sirio, al contrario, inmensa y excelente oportunidad para merecer. ¿O acaso imaginas tú que aquellos santos mártires que derramaron su sangre por la fe no tuvieron jamás miedo a los suplicios y a la muerte? No me hace falta elaborar todo un catálogo de mártires : para mí el ejemplo de Pablo vale por mil.

Si en la guerra contra los filisteos David valía por diez mil, no cabe duda de que podemos considerar a Pablo como si valiera por diez mil soldados en la batalla por la fe contra los perseguidores infieles. Pablo,
fortísimo entre los atletas de la fe, en quien la esperanza y el amor a Cristo habían crecido tanto que no dudaba en absoluto de su premio en el cielo, fue quien dijo: "He luchado con valor, he concluido la carrera, y ahora una corona de justicia me está reservada" (15). Tan ardiente era el deseo que le llevó a escribir: "Mi vivir es Cristo, y morir, una ganancia" (16). Y también "Anhelo verme libre de las ataduras del cuerpo y estar con Cristo" (17). Sin embargo, y junto a todo esto, ese mismo Pablo no sólo procuró escapar con gran habilidad, y gracias al tribuno, de las insidias de los judíos, sino que también se libró de la cárcel declarando y haciendo valer su ciudadanía romana; eludió la crueldad de los judíos apelando al César, y escapó de las manos sacrílegas del rey Aretas dejándose deslizar por la muralla metido en una cesta.

Alguien podría decir que Pablo contemplaba en esas ocasiones el fruto que más tarde había de sembrar con sus obras, y que además, en tales circunstancias, jamás le asustó el miedo a la muerte. Le concedo ampliamente el primer punto, pero no me aventuraría a afirmar estrictamente el segundo. Que el valeroso corazón del Apóstol no era impermeable al miedo es algo que él mismo admite cuando escribe a los corintios: "Así que hubimos llegado a Macedonia, nuestra carne no tuvo descanso alguno, sino que sufrió toda suerte de tribulaciones, luchas por fuera, temores por dentro" (18). Y escribía en otro lugar a los mismos: "Estuve entre vosotros en la debilidad, en mucho miedo y temor"(19). Y de nuevo: "Pues no queremos, hermanos, que ignoréis las tribulaciones que padecimos en Asia, ya que el peso que hubimos de llevar superaba toda medida, más allá ` de nuestras fuerzas, hasta tal punto que el mismo hecho de vivir nos era un fastidio" (20).
¿No escuchas en estos pasajes, y de la boca del mismo Pablo, su miedo, su estremecimiento, su cansancio, más insoportable que la misma muerte, hasta tal punto que nos recuerda la agonía de Cristo y presenta una imagen de ella? Niega ahora si puedes que los mártires santos de Cristo sintieron miedo ante una muerte espantosa. Ningún temor, sin embargo, por grande que fuera, pudo detener a Pablo en sus planes para extender la fe; tampoco pudieron los consejos de los discípulos disuadirle para que no viajara a Jerusalén (viaje al que se sentía impulsado por el Espíritu de Dios), incluso aunque el profeta Agabo le había predicho que las cadenas y otros peligros le aguardaban allí.

El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena: es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Sin embargo, huir por miedo a la tortura o a la misma muerte en una situación en la que es necesario luchar, o también, abandonar toda esperanza de victoria y entregarse al enemigo, esto, sin duda, es un crimen grave en la disciplina militar. Por lo demás, no importa cuán perturbado y estremecido por el miedo esté el ánimo de un soldado; si a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer miedo pueda disminuir el premio. De hecho, debería recibir incluso mayor alabanza, puesto que hubo de superar no sólo al ejército enemigo, sino también su propio temor; y esto último, con frecuencia, es más difícil de vencer que el mismo, enemigo.

Notas:
11 Mt 26, 36-38.
12 Mt 10, 23.
13 1 Cor 10, 13.
14 Prov 24, 10.
15 2 Tim 4, 7.
16 Philp 1, 21.
17 Philp 1, 23.
18 2 Cor 7, S.
19 1 Cor 2, 3.
20 2 Cor 1, 8.

14 noviembre, 2009

Quas Primas, Carta encíclica de S.S. Pío XI sobre la fiesta de Cristo Rey, 11 de diciembre de 1925


En la primera Encíclica, que al comenzar Nuestro Pontificado enviamos a todos los Obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.

Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos, mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.

La "paz de Cristo en el Reino de Cristo"

Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible Nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.

2. Entretanto, no dejó de infundirnos sólida esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos, que hasta entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de obediencia.

Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo?

"Año santo"

3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el conocer bien, ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e islas -aun, de éstas, las de mares los más remotos-, ora el crecido número de regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey.

Además, cuantos -en tan grandes multitudes- durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus Obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los Apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo?

4. Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvado cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo embargó Nuestra alma cuando, después de promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe, en el majestuoso templo de San Pedro!

Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra.

5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del Concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que aquel Sagrado Concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo.

Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, Nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a Nuestro deber apostólico, si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en común, por muchos Cardenales, Obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a este año jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal modo Nos complace, que deseamos, Venerables Hermanos, deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los más variados frutos.

I. La realeza de Cristo

6. Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia, cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres, porque con su supereminente caridad 1 y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie -entre todos los nacidos- ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino 2 , porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.

A) En el Antiguo Testamento

7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las SS. Escrituras.

Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob 3 ; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra 4 . El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso, se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de tu reino es cetro de rectitud 5 . Y omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extremo del orbe de la tierra 6 .

8. A este testimonio se añaden otros, aun más copiosos, de los Profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado, y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre 7 . Lo mismo que Isaías vaticinan los demás Profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey, y será sabio y juzgará en la tierra 8 . Así Daniel, al anunciar que el Dios del Cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido..., permanecerá eternamente 9 ; y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y dióle éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: La potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible 10 . Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas 11 , ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?

B) En el Nuevo Testamento

9. Por otra parte, esta misma doctrin sobre Cristo Rey, que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada.

En este punto, y pasando por alto el mensaje del Arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su Padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin 12 , es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza; pues, ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora, al responder al Gobernador Romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los Apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey 13 , y públicamente confirma que es Rey 14 , y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra 15 . Con las cuales palabras ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los Reyes de la tierra 16 , y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan 17 . Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas 18 , menester es que reine Cristo, hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos 19 .

C) En la liturgia

10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la Liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los Reyes.

Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabras expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de la oración constituye la ley de la creencia.

D) Fundada en la unión hipostática

11. Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza 20 . Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo, no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su Imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.

E) Y en la redención

12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista adquirido a costa de la Redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados, no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin lucha 21 . No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande 22 ; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo 23 .

II. Carácter de la realeza de Cristo

A) Triple potestad

13. Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios, aducidos de las SS. Escrituras, acerca del Imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de Fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer 24 . Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad 25 . El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el Sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo 26 . En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse.

B) Campo de la realeza de Cristo

1. En lo espiritual

14. Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es principalmente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efecto; en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos Apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo, y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana imaginación y esperanza. Asimismo, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración le rodeaba, El rehusó tal título de honor, huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del Gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Este reino se nos muestra en los Evangelios con tales caracteres, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la Fe y el Bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos, no solamente que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofrecídose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados de mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?

2. En lo temporal

15. Por otra parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo que los poseedores de ellas las utilicen.

Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mortales el que da los celestiales 27 . Por tanto, a todos los hombres se extiende el dominio de nuestro Redentor, como lo afirman estas palabras de Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, las cuales hacemos con gusto Nuestras: El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el Bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la Fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano 28 .

3. En los individuos y en la sociedad

16. El es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual debamos salvarnos 29 .

El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos 30 . No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones, a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo, si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que, al comenzar Nuestro Pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos, a saber: Desterrados Dios y Jesucristo -lamentábamos- de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido 31 .

17. En cambio, si los hombres, pública y privadamente reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo el servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres 32 .

18. Y si los príncipes y los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio, por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores. De aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento estable de la tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de sedición; pues, aunque el ciudadano vea en el gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres de naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por cualquier cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

19. En lo que se refiere a la concordia y a la paz, es evidente que, cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al género humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el vínculo de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen sino a servir: que siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unida con el mandato de la caridad; que, finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera?

¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejarán gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente -diremos con las mismas palabras que Nuestro Predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los Obispos del orbe católico-, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre 33 .

III. La fiesta de Jesucristo Rey

20. Ahora bien; para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de Nuestro Salvador, para lo cual nada será más eficaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey.

A) Las fiestas de la Iglesia

Porque para instruir al pueblo en las cosas de la Fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio.

Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas -digámoslo así- hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, aquéllas afectan saludablemente a las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual.

B) En el momento oportuno

21. Por otra parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la Fe, o algún beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a conmemorar a los Mártires para que, como dice San Agustín, las festividades de los Mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio 34 . Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos Confesores, Vírgenes y Viudas, sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblo cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además, entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los Santos no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías.

22. En este punto debemos admirar los designios de la Divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la Fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad. Asimismo las festividades incluidas en el Año litúrgico durante los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la Fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severidad de los Jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios y de la confianza de su eterna salvación.

C) Contra el moderno laicismo

23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy infecciona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, Venerables Hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la Religión Cristiana fue igualada con las demás religiones falsas, y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: Hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la Religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en Nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruída de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.

D) La fiesta de Cristo Rey

25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra, sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.

Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de Nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo, y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.

E) Continúa una tradición

26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde fines del siglo pasado se preparaba maravillosamente el camino a la institución de esta festividad? Nadie ignora cuán sabia y elocuentemente fue defendido este culto en numerosos libros publicados en gran variedad de lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo que el imperio y soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica de dedicar y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y no solamente se consagraron las familias, sino también ciudades y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII, fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano, durante el Año Santo de 1900.

27. No se debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos Congresos Eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de discursos en las asambleas y en los templos, de la adoración, en común, del Augusto Sacramento públicamente expuesto y de solemnísimas procesiones, proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido dado por el cielo. Bien y con razón podría decirse que el pueblo cristiano, movido como por una inspiración divina, sacando del silencio y como escondrijo de los templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos, cuando vino al mundo, no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las vías públicas, quiere restablecerlo en todos sus reales derechos.

F) Coronada en el año santo

28. Ahora bien; para realizar Nuestra idea que acabamos de exponer, el Año Santo, que toca a su fin, Nos ofrece tal oportunidad que no habrá otra mejor; puesto que Dios, habiendo benignísimamente levantado la mente y el corazón de los fieles a la consideración de los bienes celestiales que sobrepasan el sentido, les ha devuelto el don de su gracia, o los ha confirmado en el camino recto, dándoles nuevos estímulos para emular mejores carismas. Ora, pues, atendamos a tantas súplicas como Nos han sido hechas, ora consideremos los acontecimientos del Año Santo, en verdad que sobran motivos para convencernos de que por fin ha llegado el día, tan vehementemente deseado, en que anunciemos que se debe honrar con fiesta propia y especial a Cristo, como Rey de todo el género humano.

29. Porque en este año, como dijimos al principio, el Rey divino, verdaderamente admirable en sus Santos, ha sido gloriosamente magnificado con la elevación de un nuevo grupo de sus fieles soldados al honor de los Altares. Asimismo, en este año, por medio de una inusitada Exposición Misional, han podido todos admirar los triunfos que han ganado para Cristo sus obreros evangélicos al extender su reino. Finalmente, en este año, con la celebración del Centenario del Concilio de Nicea, hemos conmemorado la vindicación del dogma de la consubstancialidad del Verbo Encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya como en su propio fundamento la soberanía del mismo Cristo sobre todos los pueblos.

G) Condición litúrgica de la fiesta

30. Por tanto, con Nuestra autoridad apostólica, instituimos la Fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que Nuestro predecesor, de s. m., Pío X, mandó recitar anualmente.

Este año, sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de diciembre, en el que Nos mismo oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey, u ordenaremos que dicha consagración se haga en Nuestra presencia. Creemos que no podemos cerrar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, Rey inmortal de los siglos, más amplio testimonio de Nuestra gratitud -con lo cual interpretamos la de todos los católicos- por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico.

31. No es menester, Venerables Hermanos, que os expliquemos detenidamente los motivos por los cuales hemos decretado que la festividad de Cristo Rey se celebre separadamente de aquellas otras en las cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que, aunque en todas las fiestas de Nuestro Señor, el objeto material de ellas es Cristo, pero su objeto formal es enteramente distinto del título y de la potestad real de Jesucristo. La razón por la cual hemos querido establecer esta festividad en día de Domingo, es para que no tan sólo el Clero honre a Cristo Rey con la celebración de la Misa y el rezo del Oficio Divino, sino para que también el pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de santa alegría, rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción. Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y, antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de Aquel que triunfa en todos los Santos y elegidos. Sea, pues, vuestro deber y vuestro oficio, Venerables Hermanos, hacer de modo que a la celebración de esta fiesta anual preceda, en días determinados, un curso de predicación al pueblo en todas las parroquias, de manera que, instruidos cuidadosamente los fieles sobre la naturaleza, la significación e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y fielmente a su Rey, Jesucristo.

H) Con los mejores frutos

32. Antes de terminar esta Carta, Nos place, Venerables Hermanos, indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.

1. Para la Iglesia

En efecto; tributando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige -por derecho propio e imposible de renunciar- plena libertad e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.

Más aún: El Estado debe también conceder la misma libertad a las Ordenes y Congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos auxiliares de los Pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta, merced a la cual, aquella santidad que el Divino Fundador de la Iglesia quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alumbra cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos de todos.

2. Para la sociedad civil

33. La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo, no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes.

A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del Juicio Final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado, cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana.

3. Para los fieles

34. Porque si a Cristo Nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el Cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los afectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios 35 , deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo cual, si se propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.

35. Haga el Señor, Venerables Hermanos, que todos cuantos se hallan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos, llevemos este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad: y que nuestra vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con El participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria.

Estos deseos que Nos formamos para la fiesta de la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, Venerables Hermanos, prueba de Nuestro paternal afecto; y recibid la bendición Apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vosotros, Venerables Hermanos, y a todo vuestro Clero y pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de Nuestro Pontificado.

1   Eph. 3, 19.
2   Dan. 7, 13-14.
3   Num. 24, 19.
4   Ps. 2.
5   Ps. 44.
6   Ps. 71.
7   Is. 9, 6-7.
8   Ier. 23, 5.
9   Dan. 2, 44.
10 Dan. 7, 13-14.
11 Zach. 9, 9.
12 Luc. 1, 32-33.
13 Mat. 25, 31-40.
14 Io. 18, 37.
15 Mat. 28, 18.
16 Apoc. 1, 5.
17 Ibid. 19, 16.
18 Hebr. 1, 1.
19 1 Cor. 15, 25.
20 In Luc. 10.
21 1 Pet. 1, 18-19.
22 1 Cor. 6, 20.
23 Ibid. 6, 15.
24 Conc. Trid. sess. 6, c. 21.
25 Io. 14, 15; 15, 10.
26 Io. 5, 22.
27 Hymn. Crudelis Herodes in off. Epiph.
28 Enc. Annum Sacrum 25 maii 1899.
29 Act. 4, 12.
30 S. Aug. Ep. ad Macedonium, c. 3.
31 Enc. Ubi arcano.
32 1 Cor. 7, 23.
33 Enc. Annum Sacrum 25 maii 1899.
34 Sermo 47 de Sanctis.
35 Rom. 6, 13.

06 noviembre, 2009

Solemnidad de Cristo Rey, Juan Pablo II, 23 de Noviembre 2003

Papa pide a creyentes que cooperen en construcción reino Cristo
Juan Pablo II recordó que hoy es el último domingo del Año Litúrgico para los católicos e invitó a los creyentes a celebrar "la solemnidad de Jesucristo, a quien en los meses pasados hemos contemplado en todos sus misterios, desde el nacimiento a la ascensión al cielo, con la Pascual y la Resurrección en el centro". EFE, Domingo 23 de Noviembre de 2003 08:52


CIUDAD DEL VATICANO.- El Papa pidió hoy a los creyentes que asuman su "misión" y cooperen en la construcción del reino de Cristo, antes de dirigir el rezo dominical del Angelus desde un balcón de la Plaza de San Pedro.


Juan Pablo II recordó que hoy es el último domingo del Año Litúrgico para los católicos e invitó a los creyentes a celebrar "la solemnidad de Jesucristo, a quien en los meses pasados hemos contemplado en todos sus misterios, desde el nacimiento a la ascensión al cielo, con la Pascual y la Resurrección en el centro".


El Pontífice también quiso saludar a los participantes en un congreso de música sacra que se celebra estos días en Roma y a quienes expresó "reconocimiento por poner su talento y competencia musical al servicio de la liturgia".


Entre los que han acudido a este congreso, presentes hoy en la Plaza de San Pedro, figuraban miembros de la Filarmónica de Viena así como grupos de Alemania, Rusia y Estados Unidos.

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JUAN PABLO II
ÁNGELUS

Solemnidad de Cristo Rey
Domingo 23 de noviembre de 2003


Amadísimos hermanos y hermanas: 

1. Hoy, último domingo del Año litúrgico, celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Durante estos meses lo hemos contemplado en todos sus misterios, desde el nacimiento hasta la ascensión al cielo, y en el centro la Pascua de muerte y resurrección. Ahora, con el apóstol san Pablo, reconocemos que el designio de Dios es "recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra" (Ef 1, 10).

2. Al mirar a aquel que la liturgia oriental llama el Pantocrátor, cobra plena importancia la misión de los creyentes, llamados a cooperar, en la diversidad de los ministerios y de los carismas, a la construcción de su Reino. En este contexto, me complace colocar también un particular acontecimiento eclesial que tiene lugar durante estos días en Roma. Me refiero al congreso de música sacra de la Asociación Santa Cecilia, organizado con ocasión del centenario del motu proprio "Tra le sollecitudini", con el que el Papa san Pío X emanó una importante instrucción sobre la música sacra.

Dirijo a los numerosos participantes mi cordial saludo y expreso mi gratitud a cuantos ponen al servicio de la liturgia sus talentos y su competencia musical.

3. Junto a Jesús, Rey del universo, contemplamos a María, la Madre del Rey, a quien, por tanto, invocamos como Reina del cielo y de la tierra. Que ella nos ayude a hacer de nuestra vida un cántico de alabanza y fidelidad a Dios, santo y misericordioso.



Después del Ángelus
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en especial a los fieles de San Lorenzo y San Andrés de Murcia. Que Cristo, Señor del universo, reine siempre en vuestros corazones.
(En polaco) 
Saludo cordialmente a los peregrinos que han venido de Polonia:  las religiosas franciscanas de la Familia de María, de Toporów, los feligreses de la parroquia de San Francisco de Asís, las personas que han venido individualmente y aquellos que están unidos a nosotros a través de la radio y la televisión. Mañana la sección polaca de Radio Vaticano cumple sesenta y cinco años de trabajo apostólico. Abrazo con el pensamiento a todos sus dependientes que en estos años han anunciado el Evangelio en lengua polaca con dedicación y celo. Que Dios se lo pague.

24 octubre, 2009

¿Por qué Jesucristo es Rey?

Desde la antigüedad se ha llamado Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, en razón al supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que:
* reina en las inteligencias de los hombres porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad;

* reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobles propósitos;

* reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús.

Sin embargo, profundizando en el tema, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey, ya que del Padre recibió la potestad, el honor y el reino; además, siendo Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.

Ahora bien, que Cristo es Rey lo confirman muchos pasajes de las Sagradas Escrituras y del Nuevo Testamento. Esta doctrina fue seguida por la Iglesia –reino de Cristo sobre la tierra- con el propósito celebrar y glorificar durante el ciclo anual de la liturgia, a su autor y fundador como a soberano Señor y Rey de los reyes.

En el Antiguo Testamento, por ejemplo, adjudican el título de rey a aquel que deberá nacer de la estirpe de Jacob; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra.

Además, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: "Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra".

Por último, aquellas palabras de Zacarías donde predice al "Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino", había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas, ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?


En el Nuevo Testamento, esta misma doctrina sobre Cristo Rey se halla presente desde el momento de la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen, por el cual ella fue advertida que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David, y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin.

El mismo Cristo, luego, dará testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey y públicamente confirmó que es Rey, y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.

Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, bastante olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador, ya que con su preciosa sangre, como de Cordero Inmaculado y sin tacha, fuimos redimidos del pecado. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo.

Fiesta de Cristo Rey del Universo


La Fiesta de Cristo Rey del Universo, joven en el calendario litúrgico --la instauraba S. Santidad Pío XI el 11 de diciembre de 1922--, pero entrañada en el Nuevo Testamento y en la Fe de la Iglesia desde el principio, desvela lo que podríamos llamar el aspecto final del Misterio de Cristo. Por una parte Jesucristo es ya y definitivamente "Aquél a quien el Padre resucitó de entre los muertos, exaltó y colocó a su derecha constituyéndolo juez de vivos y muertos; y, por otra, Aquél en el que deben ser restauradas todas las cosas del cielo y de la tierra (Cf. Ef 1,10), "el fin de la historia humana": de la historia personal de cada uno de nosotros y de la de toda la humanidad (LG 43). Por eso es Rey, aunque ciertamente su Reino no es de este mundo, como se lo declaraba a un desconcertado y atónito Pilatos cuando, preso y maniatado ante él, respondía a su pregunta de si era Rey con un sí inequívoco y rotundo: "Tú lo dices: soy Rey" (Cf. Jn 18, 33b-37). Pero su Reino es "el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz" (Pref. Misa de Cristo Rey).

Toda celebración de la solemnidad de Cristo Rey del Universo nos interpela doblemente: ¿qué hemos hecho del don de la nueva vida recibida el día de nuestro bautismo, puesto que en ese momento "nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre" (Ap 16)?; y, luego, ¿qué hemos, y habremos de hacer en el futuro, pues Él vendrá, y con Él su recompensa, "para dar a cada uno según sus obras"? (Cf. Ap 22,12-13). La pregunta nos atañe de un modo singular a todos los que formamos parte de la Iglesia, pues ella es precisamente en medio del mundo "el sacramento universal de salvación" (LG 48), de esa salvación que viene de Cristo: la única, y no hay otra. Una fórmula muy buena --por actual y autorizada-- para concretar, y aplicarnos, esa pregunta en nuestra Iglesia diocesana de Madrid es la de escuchar y acoger con corazón atento lo que podríamos calificar como los puntos de vista del Papa. El Santo Padre nos hablaba hace muy pocos días con motivo de nuestra "Visita ad limina" sobre los principales retos y tareas pastorales que nos aguardan en el inmediato futuro y comprometen nuestra misión apostólica:

En primer lugar el de "forjar una comunidad eclesial llena de vitalidad evangelizadora", "que sepa manifestar su fe en el mundo, frente a la tentación de relegar a la sola esfera privada la dimensión trascendente, ética y religiosa del ser humano". Se nos ratifica así, y se nos alienta, en el camino de "fortalecer la fe y el testimonio misionero del pueblo de Dios en Madrid", afán principal y objetivo básico de todo nuestro quehacer pastoral en la Archidiócesis de Madrid en este último trienio del siglo que se acaba.

En segundo lugar, el de tomar conciencia activa, de que contamos para ello "con el resplandor de una antiquísima y muy arraigada tradición cristiana", fecunda en modelos de santidad, en misioneros audaces, en numerosas formas de vida consagrada y de movimientos apostólicos, en manifestaciones expresivas de piedad popular, que no pueden por menos de valorarse como reflejo de una "sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer" (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi 48); rica en un patrimonio religioso y cultural, de belleza y esplendor artístico inigualables, que constituye un precioso instrumento para la catequesis y la evangelización.

En tercer lugar, el de saber actuar y comprometerse apostólicamente con el Obispo diocesano, todo aquél que es miembro del Pueblo de Dios, según su vocación, en la apasionante tarea de evangelizar de nuevo en la comunión de la Iglesia en Madrid:

- los sacerdotes, que hacen presente al Obispo, de algún modo, en cada una de las comunidades de fieles (cf. PO, 4). El Santo Padre quiso reconocer expresamente que nuestro seminario diocesano y los sacerdotes jóvenes representan a este respecto un signo muy valioso de vitalidad cristiana y de esperanza en el futuro.

- las comunidades religiosas, tanto de vida contemplativa como activa, tan excepcionalmente numerosas en nuestra Archidiócesis de Madrid, "aportando la experiencia del Espíritu, propia de su carisma, y la actividad evangelizadora característica de su misión". Sin ellas apenas se entendería nada de la cercanía de la Iglesia a los pobres, a los niños, a los ancianos, a los más necesitados de nuestra ciudad: en el alma y en el cuerpo.

- los seglares, con el testimonio de su vida de creyentes, "coherente con la fe profesada", sin los cuales es imposible llevar "un alma cristiana" al mundo o, lo que viene a significar lo mismo, sin los cuales es imposible hacer operante en medio de las realidades temporales la presencia y la fuerza transformadora del Evangelio. Sin laicos, hondamente arraigados en una auténtica espiritualidad seglar, dotados de una sólida formación catequética, renovada y creativa, con la guía del Catecismo de la Iglesia Católica, resulta una pura quimera intentar conseguir en Madrid esa comunidad eclesial llena de "vitalidad evangelizadora" que nos reclama el Papa.

La fiesta de Cristo Rey del Universo nos anima este año, por tanto, con acentos nuevos, a que estemos dispuestos a "dar razón de la esperanza" en Madrid, entre tantos y tantas de nuestros conciudadanos que la han perdido o que todavía no han llegado a conocerla nunca de verdad.

"María, vida, dulzura y esperanza nuestra", se encuentra a nuestro lado con la cercanía invisible, pero indefectible, de la Madre.

Con mi afecto y bendición,
+ Antonio Mª Rouco Varela
Arzobispo de Madrid

23 octubre, 2009

Ángelus, Solemnidad de Cristo, Rey del universo, 2008, Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy, último domingo del año litúrgico, la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Sabemos por los Evangelios que Jesús rechazó el título de rey cuando se entendía en sentido político, al estilo de los "jefes de las naciones" (cf. Mt 20, 25). En cambio, durante su Pasión, reivindicó una singular realeza ante Pilato, que lo interrogó explícitamente: "¿Tú eres rey?", y Jesús respondió: "Sí, como dices, soy rey" (Jn 18, 37); pero poco antes había declarado: "Mi reino no es de este mundo" (Jn 18, 36).

En efecto, la realeza de Cristo es revelación y actuación de la de Dios Padre, que gobierna todas las cosas con amor y con justicia. El Padre encomendó al Hijo la misión de dar a los hombres la vida eterna, amándolos hasta el supremo sacrificio y, al mismo tiempo, le otorgó el poder de juzgarlos, desde el momento que se hizo Hijo del hombre, semejante en todo a nosotros (cf. Jn 5, 21-22. 26-27).


El evangelio de hoy insiste precisamente en la realeza universal de Cristo juez, con la estupenda parábola del juicio final, que san Mateo colocó inmediatamente antes del relato de la Pasión (cf. Mt 25, 31-46). Las imágenes son sencillas, el lenguaje es popular, pero el mensaje es sumamente importante: es la verdad sobre nuestro destino último y sobre el criterio con el que seremos juzgados. "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis" (Mt 25, 35), etc. ¿Quién no conoce esta página? Forma parte de nuestra civilización. Ha marcado la historia de los pueblos de cultura cristiana: la jerarquía de valores, las instituciones, las múltiples obras benéficas y sociales. En efecto, el reino de Cristo no es de este mundo, pero lleva a cumplimiento todo el bien que, gracias a Dios, existe en el hombre y en la historia. Si ponemos en práctica el amor a nuestro prójimo, según el mensaje evangélico, entonces dejamos espacio al señorío de Dios, y su reino se realiza en medio de nosotros. En cambio, si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo no puede menos de ir hacia la ruina.


Queridos amigos, el reino de Dios no es una cuestión de honores y de apariencias; por el contrario, como escribe san Pablo, es "justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17). Al Señor le importa nuestro bien, es decir, que todo hombre tenga la vida y que, especialmente sus hijos más "pequeños", puedan acceder al banquete que ha preparado para todos. Por eso, no soporta las formas hipócritas de quien dice: "Señor, Señor", y después no cumple sus mandamientos (cf. Mt 7, 21). En su reino eterno, Dios acoge a los que día a día se esfuerzan por poner en práctica su palabra. Por eso la Virgen María, la más humilde de todas las criaturas, es la más grande a sus ojos y se sienta, como Reina, a la derecha de Cristo Rey. A su intercesión celestial queremos encomendarnos una vez más con confianza filial, para poder cumplir nuestra misión cristiana en el mundo.


Benedicto XVI, Ángelus, "Solemnidad de Cristo, Rey del universo"
Domingo 23 de noviembre de 2008